miércoles, 22 de noviembre de 2006

Luna de miel en Nueva York

Luna de miel en Nueva York

(Texto de Angélica Morales)

Lo que sucede en diez minutos es algo que excede a todo el vocabulario de Shakespeare. ( Robert Louis Stevenson )

LUNA DE MIEL EN NUEVA YORK

Cuando me casé, lo único que tenía clarísimo era dónde me iba a ir de viaje: a Nueva York. Como lo de poner lista de boda es un coñazo porque en realidad tenía de todo, y tampoco era cuestión de llenarme la casa de juegos de café y figuritas de imitación de Lladró; decidimos abrir una cuenta en el banco y destinarlo a pasárnoslo bomba en Nueva York.

La verdad es que lo teníamos todo calculado: el viaje, el hotel, los días que íbamos a estar... No mucho, una semanita, pero ya sales y ves algo, que nuestro recorrido más largo había sido hasta el momento Teruel-Valencia. Total, que llega el día, que por cierto no pude pegar ojo en toda la noche de pensar que me tenía que pasar ocho horas metida en el avión; porque esa era otra, era la primera vez que montaba en avión y ya me veía estampada en el océano. Bueno, pues llegamos al aeropuerto Kennedy, ya en suelo americano, cansados pero ilusionados por la aventura que nos esperaba. Descendemos del avión y nos quedamos de los últimos en la aduana. Yo estaba asustada, la verdad, tanta gente rara, tanto negro grande, y encima sin entender ni papa de inglés; sólo sabía decir “Ay don andestán” que significa “No entiendo nada”, y mi marido tampoco venía de Oxford precisamente, chapurreaba frases hechas y con acento baturro, que era lo peor. En fin, llegamos a la ventanilla, yo le dejo el trabajo sucio a mi marido y sonrío con cara de buena persona, porque con estos americanos nunca se sabe. Entregamos los pasaportes a un policía con gafas de sol, cara de matón y mandíbula de mascador de chicle y de pronto, empieza a hablarle al de la ventanilla de enfrente, gritando y riéndose. Y el otro le contestaba, en inglés claro, a voz en grito y venga a reírse los dos. Y nosotros muertos de miedo, sin coger ni una y pensando que nos habían confundido con unos narcotraficantes colombianos, porque somos morenos, bajitos y rechonchos, como la mayoría de los españoles. Y entonces nos hacen la gran pregunta: “Joney mun? Joney mun? Joney mun?” Pero lo decía como con la boca llena y no había manera de entenderlo. Yo seguí sonriendo, mi marido se ponía cada vez más nervioso por su incapacidad de descifrar lo que pasados cinco minutos de interrogatorio descubrió que era algo tan inocente como ¿De luna de miel?. Naturalmente le contestamos con tres “yes, yes, yes” seguidos para evitar mayor confusión.

Seguimos adelante y en el hall del aeropuerto vemos a un montón de personas pegadas a una valla, con letreros llenos de nombres: “Señor y señora Nosequé”, “Pedro”, “Paquito”. A mí me pareció un poco ridículo. Y entre la multitud divisamos unos brazos peludos sosteniendo el emblema de rigor: “Señor y Señora Uve”, el apellido de mi marido, pero lo habían escrito mal, porque es con B de burro, no con uve, y yo le digo a mi marido: “Mal empezamos, Pepe”.

Y fue una premonición. Nos meten en un autobús, con cuarenta españoles, la mayoría matrimonios jóvenes y jubilados, y nos distribuyen por hoteles. Qué casualidad que al nuestro sólo íbamos nosotros. Bueno, hasta ahí bien, porque estaba en Central Park, al lado de Broadway y a mí me hacía ilusión. Nos dejan y aquello estaba lleno de japoneses. Una cola en la recepción... Nos toca el turno y mi marido le dice que teníamos una habitación reservada. El hombre mira en el ordenador y allí no aparecíamos. Yo ya no podía más. Estaba negra. Con los pies hinchados y vigilando las maletas, que me habían dicho que en América había mucha delincuencia. Y para más inri, el que nos atendía no sabía español. Menuda pareja. Mi marido desesperado, hablando estilo indio. El otro de mala leche, en sus trece, sin esforzarse por entenderlo. Y yo ya empecé a cagarme en el país de la libertad. Total, que nos hacen retirarnos y nos marginan a otra recepción, esta vez con una chica venezolana guapísima. Nos dice que se solucionará en un momento y que esperemos. Esperamos dos horas. Venga a ver pasar japoneses haciéndose fotos hasta con los ceniceros. Nos vuelven a llamar y nos dan habitación. Subimos, ya más tranquilos, abrimos la puerta y nos encontramos... la cama sin hacer, el cuarto de baño deshecho, el mueble bar asaltado... un desastre. A mí me entra una especie de ataque de ansiedad y empiezo a discutir con mi marido, el pobre, que no tenía culpa de nada. Le obligo a bajar y a quejarse mientras espero con las maletas. Esta vez nos dicen que nos vayamos a dar una vuelta hasta que la arreglen.

Nos vamos, pero enfadaos, claro. Estábamos andando por Broadway como si estuviéramos en Albacete, sin disfrutar de nada, con lo bonito que es.

Volvemos al hotel y la habitación estaba limpia. Se nos pasó todo. Empiezo a deshacer las maletas, feliz, mi marido se mete en el baño, porque entre los nervios, el avión, y los perritos calientes que nos habíamos comido estaba un poco descompuesto. De repente, escucho una especie de explosión y mi marido sale blanco como la patena y me dice: “No entres al baño, por favor”. Y yo le digo: “¿Por qué? “Porque no.” Se empieza a vestir y yo intuyo que ha pasado algo. Entro y me encuentro con un montón de porquería esparcida por el retrete, las baldosas, el lavabo... y empiezo a reírme histérica. Y el otro, pobrecito, avergonzado. Le digo: “Pero ¿qué has hecho?.” “Nada, ¡qué voy a hacer! Cagar y tirar de la cadena... pero no hay agua y como estos americanos son tan raros, la cisterna funciona a presión...” Podéis imaginaras el impacto. Eso fue la bomba de Hiroshima. Después de desahogarme, intentamos buscar una solución. Miramos en un cartelito que había en la mesilla del servicio de habitaciones, llamamos y la señora nos contesta que no podía venir, que estaba fuera de servicio, que hasta el día siguiente no se podía limpiar y que además, se había ido el agua en todo el hotel. Todo esto en inglés gritón y ofensivo, encima. Mira, lo que nos faltaba. Así que tuvimos que dormir con la peste, sin poder ducharnos, ni hacer nada.

Esa fue nuestra noche romántica de viaje de novios en Nueva York. Pero ahí no terminó todo. Al día siguiente, teníamos contratada una excursión a la que aparecimos hechos unos adefesios, con la cara avinagrada y evitando el tufo a sudor a base de desodorante. Afortunadamente a la vuelta nos cambiaron de habitación y nos vuelve a pasar lo mismo: estaba sin hacer. Debe ser una costumbre, no sé. Pero lo peor es que vamos al baño y nos encontramos un regalito en el bater del anterior visitante, además de un grosor considerable, eh. ¡Nueva York! ¡La ciudad más maravillosa del mundo!, o al menos eso dicen, yo la recuerdo como la ciudad de la mierda.



Y para calmar la ansiedad y los gases, allá va que va que va la Cinquetti y su rosa nera.

No hay comentarios:

Publicar un comentario